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El juego de Saúl se componía de ira fácil y cuidados supremos. Una mezcla que derretía los límites de mi intelecto hasta hacerme babear. Por eso, bajé uno a uno y encapuchada los escalones de ese precipicio en que se había convertido la escalera. «Esta es mi perrita. Vamos, ¡vamos perrita! ¡A por otro escalón! Lo estás haciendo muy, muy bien», me alentaba Saúl con caricias continuas en la cabeza. El suelo enmoquetado menguaba el dolor de mis rodillas escocidas.
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