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Margaret parecía menos una niña viva que una muñeca de porcelana, menudita, silenciosa, con sus ojos de añil lavado y sus cabellos de lacia plata brillante. Traía su vestidito de franela tan sucio como sus zapatos remendados. Llegó aupada en los recios y tatuados brazos de Eugen, de cuya cara huesuda goteaba el sudor sobre las rodillas de su hija.
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